Mecanismos significantes

Por Víctor Artasánchez

“La mayor diversión en mi vida ha sido levantarme
cada mañana y correr a mi máquina de escribir
porque alguna nueva idea me ha surgido”.
Ray Bradbury

 

Competencia, velocidad, disciplina. No estoy hablando de pilotear coches de fórmula uno. De ninguna manera. Éstos fueron los componentes que acitronaban el ambiente durante la clase de mecanografía en los tiempos de secundaria.

Dos veces a la semana era la visita obligada al salón adaptado para el entrenamiento casi militar, al mando de la “Taca” (la maestra de taquimecanografía). Legendarias eran sus piernas torneadas, siempre a la vista, siempre enfundadas en medias color carne que transparentaban intrincados remolinos de pelos, atrapados como peces en las redes de algún pescador. La Taca era morena y muy formal, vestía siempre impecable, muy aseñorada a pesar de ser joven, y nadie se atrevía a contrariarla; quizás por la naturaleza de su clase, la cual consistía en espetar órdenes constantes: ¡Comiencen! El salón de mecanografía entero devenía en estruendo, todos sentados en hileras frente a las máquinas Olympia, verdes, metálicas y pesadas, como tanques de guerra tripulados. Los ejercicios se medían en tiempo o en número de golpes, cientos de dedos martillando en una sinfonía que al poco tiempo se volvía imperceptible, o al menos para mi, que concentrado en terminar, en ser de los más rápidos, o al menos, en no quedar en un mal lugar: jafa faja jafa faja jafa faja jafa faja jafa faja… iba sumergiéndome en una zona cada vez más silenciosa, en una profundidad donde el bullicio de la tipografía se escuchaba como con sordina, enterrado. ¡Tiempo! La voz de la Taca me sacaba en una fracción de segundo del fondo del mar, y todo volvía a sonar nítido. Todos teníamos que sacar de inmediato la hoja y entregarla. Sonaban los rodillos como matracas, al unísono, y terminaba el ejercicio.

Jamás me imaginé que aquella instrucción juvenil, se fuera a cruzar con el camino de escribir historias. En aquel entonces, mis primeros cuentos nada tenían que ver con la máquina de escribir. Emergían y cobraban forma con pluma Bic negra de punto mediano, en cuadernos Scribe rayados, de forma francesa, conviviendo con los apuntes de la clase de español, o de biología.

Así un día, pasó lo de Joaquín. Joaquín era el compañero de clases que siempre sacaba diez en todo. Siempre hay uno, él era aquel. Yo era más flojo, nunca saqué malas notas pero tampoco me interesaba la perfección; aunque la clase de mecanografía, por la disciplina y la imposibilidad de hacer otra cosa, siempre invitaba a involucrarse y entrar en la competencia. La verdad es que hasta yo me sorprendía de los logros en velocidad (aunque lo que impresionaba más a mis papás era que escribía sin ver; en la escuela ya habíamos pasado la etapa del dichoso cubre teclado o “cacha babas” como le decíamos, y los usábamos, uno amarrado a otro, como remedos de brassiere para burlarnos de las chicas, o como sombreros tontos).

Ray Bradbury Typewriter
A typewriter owned by Ray Bradbury, now in Steve Soboroff’s collection of historic typewriters.

La historia de Joaquín sucedió un día de examen. La prueba consistía en un dictado, la transcripción de unas cartas y un ejercicio de velocidad. Recuerdo que durante las pruebas, la tensión en el salón iba creciendo poco a poco. Las instrucciones de la Taca venían una tras otra, como oleadas. Lo que todos queríamos era que comenzara la prueba de velocidad, porque de alguna forma, todos competíamos secretamente contra Joaquín. Creo que no queríamos que nos ganara, que nos humillara terminando, como siempre, mucho antes que todos la cuartilla del ejercicio. Creo que también él sentía el reto, no sé si olía, mezclado entre el aceite de las máquinas, nuestro miedo, nuestro coraje, el humor de nuestra animalidad de secundaria, los deseos de marcar nuestro territorio. El momento decisivo llegó, y ante el inquebrantable grito de la Taca, todos comenzamos a martillar cientos, miles de veces el blanco papel Bond, en busca de la perfección, motivados cada vez más por la campanilla y los golpes bruscos del retorno de carro, una, otra vez, seco, potente, hipnotizante. De pronto alguien gritó. “¡Maestra, a Joaquín le pasa algo!”. Todos paramos en seco y lo volteamos a ver. Joaquín estaba pétreo, con las manos al frente, en posición de escribir, engarrotado. “¿Qué tienes Joaquín? relaja los brazos” Dijo la Taca. “No puedo” respondió él, llorando, con mucho miedo, más que desesperado. La maestra continuó sus intentos por reconfortarlo, pero todo era inútil. Todos estábamos sorprendidos, primero expectantes, incrédulos, después, a poco, Joaquín se pudo parar y se lo llevaron a la dirección. En ese momento todos soltamos risotadas nerviosas y comentamos cosas como “¿le viste la cara?”, “Eso le pasa por obsesionado”, “¡pobre, estaba trabado, ni la voz le salía!”.

En esa época tuve mi primera máquina personal, una Olivetti Lettera 35. Algo que me gustaba mucho era su diseño aerodinámico, y el botón rojo para bloquear las mayúsculas. En esa máquina escribí mucho: tareas, textos para talleres, con sus respectivas copias al carbón; poesías que jamás vieron la luz. Años después una secretaria en mi primer trabajo en una revista, me enseñaría a usar la computadora: Word Star y Word Perfect. La transición al ordenador se intuía sencilla, digamos natural. ¡La vieja magia del teclado Qwerty funcionaba! y los errores no se convertían en basureros llenos de hojas de papel hechas bolas (jamás me gustó usar corrector).
La novedad de internet y del universo que se descubría a la misma velocidad a la que yo tecleaba las búsquedas, me hicieron recordar y agradecer a las máquinas que estuvieron bajo mis dedos, a la Taca, a sus piernas velludas.

Hoy tengo una máquina esperando llegar a casa, una Olympia alemana, blanca, y tengo unas visitas pendientes a algunos tianguis en la búsqueda de esos instrumentos que formaron parte esencial del carácter, de esa seguridad inusual, de un poder que lo único que ha hecho es abrir puertas. De esas máquinas, sólo puede salir poesía, es lo que les quiero pedir.

¿De la taquigrafía? Ya ni me acuerdo, sólo sé escribir: Ta-qui-gra-fí-a.

4 thoughts on “Mecanismos significantes

  1. No deja de ser curioso recordar los elementos formativos de habilidades en deshuso, tiene su nostalgia y su valor saber combatir en coliseos retirados; bien podría ser que el mundo actual, tan distinto al de nuestra primera juventud, tiene incrustado en su código fuente el sonido de las teclas al golpear, los huecos en las tarjetas perforadas y el rechinar de los modems telefónicos.

    Gracias por estas letras de adolescentes mundos perdidos.

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    1. Muchas gracias por tu comentario. Me gustó eso del código fuente, es como nuestro ADN del aprendizaje.

      Víctor

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