Teclear… a la manera de Juan José Rodríguez

Por Juan José Rodríguez

Con esa reflexión y ese deseo de volver a las cosas primigenias, espoleado por un ataque súbito de nostalgia, desenterré mi vieja máquina de escribir.

La verdad es que no tenía impresora ni humor de irme a realizar un escrito de urgencia a un cibercafé. Mi caligrafía es demasiado garigoleada para quien no conoce mis trazos. Así que la máquina se portó bien, para nada recelosa del abandono en que la tuve por tantos años y, sin ponerme muchos reparos, me sacó del apuro. Luego decidí llevarla a un merecido tratamiento regenerativo en un spa tecnológico.
La confié a un taller de esos que casi ya no existen y mi amigo Carlos Pérez la devolvió bien aceitadita, libre de la pelusa acumulada entre sus teclas, olorosa a metal y tinta antigua. ¡Plin!, suena su campanita cada vez que termino una línea y mi mano busca la tecla roja para que el carro vaya al otro extremo, feliz con su escándalo de carcachita con llantas nuevas. Que divertidas son las cosas sencillas.

Nada que ver con el silencio aséptico de las nuevas PCs. Antaño, las redacciones de los periódicos eran un torbellino de Olivettis resonando, nubes de cigarrillos y telefonazos repentinos. Hoy son más parecidas a una oficina de la NASA donde el silencio es más absoluto que en el Mar de la Tranquilidad.
Mi máquina no estaba sepultada en un cuarto oscuro, sino tan solo guardada en su bolsa de viaje, a un lado mismo de mi escritorio… Similar a esos vecinos o familiares que, de tanto verlos, ya ni volteamos a verlos hasta que necesitamos un favor. Ahí se mantuvo en silencio varios años, lista para emprender el vuelo.
Así que fue divertido volver a teclearla. Sentir el peso del mecanismo de gatillo, accionando la letra contra el rodillo rígido, fue una sensación que al instante me mandó a la preparatoria y mis primeros escritos. La máquina de escribir, recordemos, fue inventada por un fabricante de armas. Aquel famoso Remington.
Desde entonces, cuando envío una carta o recado personal a algún conocido, me doy el lujo de resucitar a mi compañera de andanzas. La gente se saca de onda y no falta quien me diga “¿todavía usas una máquina de esas?”. O, más grave aún, se infartan de que esas máquinas aún existan.

Para mejorar el efecto, hasta uso papel revolución del más corriente y les pongo un sello en tinta morada, con monogramas árabes y comprado en una librería de viejo. Los destinatarios se imaginan que mi máquina es una arcaica “Royal” de teclas redondas; alguna “Corona” de letras grandotas o cualquier otro nombre raro de dichos productos. Las máquinas de coser también tuvieron por los años veintes unos nombres bastante peculiarcitos hasta que Singer arrasó con ellas. Isaac Bashevis, por cierto, se preguntaba si no existiese una combinación de palabras y número que englobase el rompecabezas de la Creación en su totalidad. Por supuesto que Einstein y los cabalistas no la hallaron, pero la creación de muchos libros no se explica sin este invento del Siglo XIX.

Royal FP

Mi amigo Salvador Alanís, poeta mexicano en Toronto, se llevó su aparatosa máquina a esa ciudad boreal. Descubrió que cuando escribe con su Mac, en torno a él hay un respetuoso silencio en su departamento pero que, al sacar el armatoste, su bebé se inquieta, sonríe con el sonido de las maquinas y quiere jugar; de hecho trata integrarse al juego ante el martilleo de caja registradora o juguete de cuerda medieval ofrecido por el Gran Visir en la corte de El Ladrón de Bagdad… Hasta la esposa de Salvador comienza a recordarle los pendientes y obligaciones postergadas. Como que el silencio del ordenador moderno significa trabajo; mientras que las máquinas de la era pre-atómica son bullicio, tienda de antigüedades, locomotora entrando a la estación con techo de Gustavo Eifell, todo bajo la lente parpadeante y latente de la Cinematográfica Lumiere.

Mi máquina es una Olivetti portátil cuyo diseño aún es bastante modernista. (Por cierto, las Olivetti son una aportación argentina cuyo nombre trataba de confundir a los compradores de las “Oliver” gringas, tal como pretende hoy la Big Cola suraméricana). Antes usé una de color militar que mi hermana mayor usaba en sus tiempos del Colegio. En esa máquina escribí mi primer libro de cuentos y ésta que cargo ahora fue cómplice de mi primera novela.

A los 21 años me modernicé y me costó trabajó adaptarme a las pantallas de color verde que se estilaban a principios de los 90s. Era vaciadísimo escribir una novela con buques de vapor, tranvías perdidos entre la niebla y epidemias de peste bubónica en una computadora bastante parecida a la de los villanos en las películas de El Santo. Nada más faltaban las palancas, las lucecitas y un zumbido intermitente. Por cierto, antes los buenos no usaban computadora: Batman fue el superhéroe más visionario de su tiempo y a lo mejor de ahí provenía todo su poderío, expresado en gadgets tecnológicos y alcances informáticos, que entones, no se llamaban así.

En un mundo donde todo se vuelve asunto técnico, he decido que ciertas correspondencias seguirán con mi estilo de mecanuscrito. El mail seguirá siendo el mail. Pero las letras, a la hora de los mensajes directos a los amigos, volverán al real sitio que les corresponde. Y a teclear sea dicho, porque también ésta es una forma – inesperadamente secreta – de la felicidad.


Mi máquina de escribir es un regalo sorpresivo de mi padre, un 24 de junio, día de mi santo, festividad que ya muy pocos festejan. Ahora entiendo que fue una manera muy suya de decirme “ya puedes ser escritor, ya puedes hacer lo que dé tu gana con la vida”. De hecho, desde mucho antes tuvo la entereza de permitirles a sus hijos que vivieran sus propias vidas, y no aquella que él no había podido realizar por la adversidad de su época. Y eso es paternidad responsable, simple sabiduría.

3 thoughts on “Teclear… a la manera de Juan José Rodríguez

  1. Hermoso texto, lleno de referencias a sensaciones muy cercanas. Me encantó la metáfora de las oficinas de redacción, hoy como oficinas de la NASA, y el contraste con el “Torbellino de Olivettis”. El oficio de escribir es prácticamente inimaginable sin una máquina de escribir de referencia, y ese hermoso regalo de parte de un padre que invita a hacer oficial el camino a la aventura literaria, encierra una mística parecida a la de la espada en la roca, me encanta. ¡Felicidades!

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  2. Soy una chica oficinista moderna, en mi lugar de trabajo hay un terrible silencio aséptico, un ambiente de desapego es el que inunda los pasillos en las horas de estrés y mayor carga de trabajo. No me había dado cuenta hasta que leí esto.

    En mi oficina la música personal está prohibida, somos obligados a escuchar música ambiental pero somos rebeldes silenciosos y el intolerante en turno la desactiva en secreto. A veces platicamos o reímos pero no sin sentirnos perseguidos por los jefes que pueden pensar que no estás trabajando, que eres el peor y decidir que no te darán jamás un aumento.
    Las oficinas ya no huelen a refresco de cola mezclado con cigarro, ahora huelen a desinfectante, a canela sintética. Estoy segura que si pudieran nos asearían igual que al mobiliario.

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